La reciente inclusión en la Unión Europea (UE) de diez países con salarios cinco veces inferiores a los de la Europa de los Quince ha aumentado nuestra atención hacia el problema de las deslocalizaciones, es decir, el traslado de empresas a otros países debido a sus salarios e impuestos más reducidos. Se trata de un problema que posiblemente se agrave en España en un futuro próximo y que ya se ha manifestado en años recientes: Samsung cerró su fábrica en Barcelona para trasladar producción a Eslovaquia y China; Philips cerró en Barcelona y transfirió el proceso fabril a Polonia; Delphi clausuró sus plantas de Soria y Zaragoza para instalarse en Marruecos y Rumania; el fabricante de componentes de automóvil Lear cerró sus instalaciones de Cataluña para establecerse en Polonia, en donde el sueldo medio es tres veces inferior al de España y el impuesto de sociedades es del 19% frente al 35% español.
A finales de 2002, la producción del Seat Ibiza se trasladó de Cataluña a Eslovaquia ante la negativa sindical a aceptar las condiciones de la empresa. Ahora retorna a Martorell la fabricación del Ibiza debido a que la plantilla ha aceptado peores condiciones de trabajo. La moraleja es obvia: o la clase trabajadora acepta el empeoramiento de su situación laboral, o las condiciones de la nueva ampliación de la UE sumadas al marco legal que establecerá la nueva Constitución europea y a las mayores facilidades comerciales internacionales-, servirán para trasladar producción a estados con costes laborales inferiores. La propia patronal CEOE expresó recientemente su temor ante los marcos laborales rígidos que pueden agravar el proceso de las deslocalizaciones. Es más, José Manuel de Bunes, director general de Tributos, justificaba recientemente una rebaja del impuesto de sociedades en España para luchar contra las deslocalizaciones. Según comentó, los diez estados recién incorporados tienen un tipo impositivo más bajo y, por lo tanto, debemos aproximar el nuestro: no se puede renunciar a que el impuesto de sociedades tenga un tipo más competitivo.
Evidentemente, uno de los efectos de incorporar al espacio económico de la UE diez estados, con costes laborales y fiscales muy reducidos, es el de crear una situación que presione a la baja sobre las condiciones laborales de la Europa de los Quince y que, además, obligue a reducir los impuestos a las empresas, lo cual priva a los estados de recursos para mantener o mejorar la sanidad, la educación o las pensiones. Por supuesto, todo esto es evitable: si se quisiera una Europa de los Veinticinco social habría que armonizar impuestos, se estipularía la devolución por parte de las empresas de las ayudas recibidas en caso de deslocalización, estableceríamos normas europeas de calidad en el empleo e incrementaríamos espectacularmente el presupuesto comunitario. Con respecto a esto último, merece reseñarse el hecho de que el presupuesto de la UE para 2005, con diez países nuevos, sólo crece un 6.1% en relación al año previo. Tenía razón el ex presidente de la Comisión europea, Romano Prodi, cuando comentaba que la mayor ampliación de la UE es la más barata de la historia.
Hasta el día de hoy en España las deslocalizaciones han supuesto la pérdida de 50.000 empleos. En el caso de Alemania, la mayor economía de la Unión, se estima que el traslado de empresas provoca la pérdida de 100.000 puestos de trabajo anuales y que esto hoy explicaría casi una cuarta parte de su nivel de desempleo. A ello hay que añadir que el impacto propagandístico y psicológico de las deslocalizaciones tiene efectos económicos adicionales porque presiona a la baja sobre las condiciones laborales. En este sentido, un informe de la Organización Internacional del Trabajo sugería ya hace años el impacto económico que tiene en Alemania la simple amenaza de deslocalización: no es seguro que las empresas tengan que instalarse efectivamente en otro país, ya que el simple hecho de que puedan hacerlo será determinante en la negociación sindical. También en Estados Unidos se ha constatado la efectividad de la amenaza del traslado de producción a México para neutralizar reivindicaciones laborales. En realidad, estamos ante una gran campaña para que la ciudadanía europea asuma la degradación laboral y la reducción del estado del bienestar en virtud de las exigencias objetivas del mercado y la competitividad. Por ello, la organización patronal europea UNICE acaba de pedir una moratoria en la legislación social europea, al tiempo que critica el exceso de regulación y los compromisos para evitar el calentamiento planetario porque perjudican la competitividad.
En suma, tenemos que la Europa rica compite contra la Europa pobre y ambas contra el Tercer Mundo aún más pobre. Después de todo, hay 1.400 millones de trabajadores y trabajadoras que ganan menos de dos dólares diarios esperando apurar la lógica de la competitividad
Sin embargo, el de competitividad es un concepto asocial que podría incluir la esclavitud como ventaja competitiva. Una sociedad civilizada no puede entronizar la competitividad que, en el mejor de los casos, es una táctica utilizable para lograr ciertos fines económicos que respeten los derechos humanos.
Y hay que detenerse en el concepto de competitividad porque la Constitución europea establece una economía social de mercado altamente competitiva y la obligación de actuar respetando el principio de una economía de mercado abierta y de libre competencia. La libre competencia incluye la capacidad de las empresas para trasladarse de unos países a otros y así presionar a los estados para que reduzcan los impuestos y los costes laborales. En realidad, las empresas están reforzando su capacidad de poner a competir a unos países contra otros, clases trabajadoras contra clases trabajadoras, en lo que es una espiral descendente de condiciones laborales y sociales. Y esta competitividad desmanteladora de derechos sociales tendrá rango constitucional en Europa.
Asimismo, también se constitucionaliza esa concepción del mercado como mecanismo económico puro, que se autorregula por medio de las interacciones entre comprador y vendedor y, de tal manera, se oculta que el mercado se basa en nociones morales e instituciones sociales que establecen a quiénes beneficia la economía. Me explico: cuando prohibimos la venta de seres humanos o legislamos costes laborales, cuando protegemos espacios naturales o establecemos tribunales para hacer cumplir contratos, en todos estos casos, introducimos criterios políticos y morales en el mercado. Siempre decidimos a quiénes y qué protege la actividad económica. La separación entre política y economía sólo puede ser teórica. Así pues, cuando el mercado aparece en la Constitución europea como economía pura, se elude la democratización de la política económica y se sitúa al mercado en el lugar que antes se asignaba a Dios: hay unas reglas económicas ante las que nada podemos hacer. La Europa que parió el discurso racional ahora constitucionaliza el discurso político mágico: hay que actuar acatando la economía de mercado abierta y aceptar un Banco Central Europeo que hará política económica sin ser influido por los representantes electos de la ciudadanía (Parte III, art. 188). El mercado-mágico, el mercado como conjunto de verdades sobre las que no se pronuncia la ciudadanía porque es absurdo pronunciarse sobre algo equivalente a si la Tierra va a seguir girando o no alrededor del Sol-, en suma, ese mercado-mito mencionado 78 veces en la Constitución europea es el misterio laico que justifica que tengamos que aceptar una competitividad que encoge derechos laborales y sociales, hace menguar la base fiscal del estado del bienestar y asume el ecocidio como ventaja comparativa. La Constitución europea que se nos propone utiliza el prestigio democrático y legitimador del término constitución para consagrar en la ley de leyes un proceso de deslocalizaciones y rebajas fiscales que sólo puede perjudicar a la mayor parte de la ciudadanía europea.
Ramón Trujillo. Coordinador insular de Izquierda Unida Canaria.