¿UNA CONSTITUCIÓN EUROPEA ANTIEUROPEA?
Algunos partidarios de la construcción europea observamos con preocupación el avance de una Unión Europea (UE) ajena a la ciudadanía y cada vez más antisocial. Se trata de dos constataciones preocupantes porque la falta de compromiso ciudadano con la construcción europea es una carencia democrática que, sumada a políticas que acrecientan la desigualdad y reducen el bienestar, generará reacciones antieuropeístas capaces de asestar un golpe de gracia a la propia UE. Es importante comprender la interdependencia entre indiferencia ciudadana, vaciamiento de la democracia y políticas antisociales.
El crecimiento de la indiferencia ante la construcción europea se puede argumentar fácilmente a la luz de los datos disponibles. Por ejemplo, la participación en las elecciones al Parlamento Europeo se ha reducido constantemente, pasando del 63%, en 1979, al 44.2%, en 2004. Es más, en la primera ocasión en que han votado en unos comicios europeos las ciudadanías de los diez estados incorporados el pasado año, su participación ha sido muy reducida: sólo acudió a las urnas el 28.7% de quienes podían hacerlo. En España tuvimos durante la última convocatoria electoral europea la participación más baja registrada en unas elecciones: el 45.9%. Es evidente que todos estos datos concuerdan con la percepción reflejada por dos encuestas efectuadas en la UE: si bien a principios de los años noventa el 72% de la ciudadanía europea consideraba algo bueno la pertenencia de su país a la UE, hoy esa cifra se ha reducido al 54%.
Y está claro que la creciente indiferencia hacia las instituciones europeas no ha servido para democratizar la construcción europea. Más bien ha sucedido al revés: estamos asistiendo a la presentación de una Constitución europea, que no procede de una Asamblea elegida democráticamente con fines constituyentes, y cuyo contenido es desconocido para el 75% de la opinión pública, que fue mantenida al margen del proceso de elaboración de ese tratado constitucional. ¿Por qué este rechazo a la participación democrática y por qué esa aceptación constante de la indiferencia ciudadana frente a la construcción europea?
El influyente politólogo estadounidense Samuel Huntington ha escrito que la democracia no es necesariamente aplicable universalmente y que el funcionamiento efectivo de un sistema democrático requiere cierto nivel de apatía y de no participación por parte de algunos individuos y grupos. Por supuesto, lo que Huntington comenta como propio de la democracia es incompatible con un auténtico sistema democrático. Pero lo relevante es la actitud consistente en apropiarse del contenido legitimador del término democracia para describir lo que en verdad es un autoritarismo blando. Y se prescinde de mecanismos democráticos porque de lo que se trata es de gestionar la desigualdad. La reorientación de la economía para beneficiar a los sectores más adinerados exige dejar a buena parte de la ciudadanía europea al margen de la construcción europea. Por ello, es muy poca la gente que sabe que las grandes empresas multinacionales pagan a unos diez mil profesionales, afincados en Bruselas, para redactar informes, proponer medidas legislativas, mantener contactos influyentes y, en suma, orientar la actividad legislativa europea en beneficio de esos sectores tan poderosos como bien organizados. Estos grupos de presión se desarrollaron a fines de los años ochenta y principios de los noventa, cuando la Comisión europea estaba redactando unas trescientas directivas sobre el mercado común.
Hoy Europa tiene 2.6 millones de millonarios (frente a los 2.2 millones de los Estados Unidos) y, en 2000, en un solo año, sumó 100.000 millonarios nuevos (personas con no menos de un millón de dólares en activos financieros). Este es uno de los extremos de la creciente desigualdad europea. El otro extremo, el extremo inferior de la desigualdad, está experimentando un importante aumento a raíz de las nuevas ampliaciones de la UE: si el 19% de la población de la Europa de los Quince vivía por debajo del 75% del PIB per cápita promedio de la UE, cuando se incorporen Rumania y Bulgaria tendremos que, en la Europa de los Veintisiete, no llegará al promedio mencionado el 36% de la ciudadanía. Por lo tanto, se habrá producido un crecimiento espectacular de la desigualdad regional.
Las nuevas ampliaciones de la UE no contemplan un aumento significativo del presupuesto comunitario, ni la armonización fiscal, ni la armonización de la protección social, ni ayudas realmente cohesionadoras. Por tales motivos, la reciente incorporación de diez países a la UE hará competir a trabajadores europeos del este contra trabajadores europeos del oeste, puesto que, en 2004, hemos incorporado 75 millones de personas que cobran cinco veces menos que sus conciudadanos occidentales y viven en países con impuestos para las empresas más bajos. Esta realidad presiona para alargar nuestras jornadas laborales, reducir salarios, trasladar empresas al este y rebajar a las empresas los impuestos con que financiamos la sanidad o las pensiones.
Y el golpe de gracia a las clases trabajadoras lo da la Constitución europea. Aparece en 2004, cuando la Europa de los Quince ve que la participación de los salarios en su PIB está en el 68,1%, frente al promedio del 69.2% de los años noventa. En este contexto de reducción de la participación de los salarios en la riqueza total y de incorporación de mano de obra barata y países de baja fiscalidad, sin medidas cohesionadoras, la Constitución europea reduce los derechos sociales. La nueva ley de leyes no recoge el derecho a una vivienda digna, sino a una ayuda de vivienda. Tampoco establece el derecho a las prestaciones de seguridad social, sino el derecho de acceso a tales prestaciones (¿cómo se materializa el derecho a acceder a un derecho?). También rebaja la protección laboral: en vez de obligar a los poderes públicos a proporcionar empleo reconoce la libertad de buscar empleo y el derecho a trabajar, es decir, nadie podrá prohibir que trabajemos. La Constitución sustituye la meta del pleno empleo por el objetivo de un alto nivel de empleo. En lugar de prohibir el despido por maternidad se opta por un enfoque ineficaz: el derecho a ser protegido contra tales despidos. Todo esto reduce los derechos sociales.
Así pues, debemos entender que la ampliación de la UE y la Constitución propuesta están pensadas para debilitar a la clase trabajadora y para reducir el estado del bienestar. También debemos entender que son posibles otro texto constitucional y otras condiciones de ampliación con las que todo el mundo salga ganando. Y, por último, debemos tener claro que la Constitución propuesta es antieuropea porque su recorte de los derechos sociales reducirá los niveles de bienestar y esto hará que mucha gente acabe oponiéndose a la UE.
Ramón Trujillo,
Coordinador insular de Izquierda Unida Canaria
El crecimiento de la indiferencia ante la construcción europea se puede argumentar fácilmente a la luz de los datos disponibles. Por ejemplo, la participación en las elecciones al Parlamento Europeo se ha reducido constantemente, pasando del 63%, en 1979, al 44.2%, en 2004. Es más, en la primera ocasión en que han votado en unos comicios europeos las ciudadanías de los diez estados incorporados el pasado año, su participación ha sido muy reducida: sólo acudió a las urnas el 28.7% de quienes podían hacerlo. En España tuvimos durante la última convocatoria electoral europea la participación más baja registrada en unas elecciones: el 45.9%. Es evidente que todos estos datos concuerdan con la percepción reflejada por dos encuestas efectuadas en la UE: si bien a principios de los años noventa el 72% de la ciudadanía europea consideraba algo bueno la pertenencia de su país a la UE, hoy esa cifra se ha reducido al 54%.
Y está claro que la creciente indiferencia hacia las instituciones europeas no ha servido para democratizar la construcción europea. Más bien ha sucedido al revés: estamos asistiendo a la presentación de una Constitución europea, que no procede de una Asamblea elegida democráticamente con fines constituyentes, y cuyo contenido es desconocido para el 75% de la opinión pública, que fue mantenida al margen del proceso de elaboración de ese tratado constitucional. ¿Por qué este rechazo a la participación democrática y por qué esa aceptación constante de la indiferencia ciudadana frente a la construcción europea?
El influyente politólogo estadounidense Samuel Huntington ha escrito que la democracia no es necesariamente aplicable universalmente y que el funcionamiento efectivo de un sistema democrático requiere cierto nivel de apatía y de no participación por parte de algunos individuos y grupos. Por supuesto, lo que Huntington comenta como propio de la democracia es incompatible con un auténtico sistema democrático. Pero lo relevante es la actitud consistente en apropiarse del contenido legitimador del término democracia para describir lo que en verdad es un autoritarismo blando. Y se prescinde de mecanismos democráticos porque de lo que se trata es de gestionar la desigualdad. La reorientación de la economía para beneficiar a los sectores más adinerados exige dejar a buena parte de la ciudadanía europea al margen de la construcción europea. Por ello, es muy poca la gente que sabe que las grandes empresas multinacionales pagan a unos diez mil profesionales, afincados en Bruselas, para redactar informes, proponer medidas legislativas, mantener contactos influyentes y, en suma, orientar la actividad legislativa europea en beneficio de esos sectores tan poderosos como bien organizados. Estos grupos de presión se desarrollaron a fines de los años ochenta y principios de los noventa, cuando la Comisión europea estaba redactando unas trescientas directivas sobre el mercado común.
Hoy Europa tiene 2.6 millones de millonarios (frente a los 2.2 millones de los Estados Unidos) y, en 2000, en un solo año, sumó 100.000 millonarios nuevos (personas con no menos de un millón de dólares en activos financieros). Este es uno de los extremos de la creciente desigualdad europea. El otro extremo, el extremo inferior de la desigualdad, está experimentando un importante aumento a raíz de las nuevas ampliaciones de la UE: si el 19% de la población de la Europa de los Quince vivía por debajo del 75% del PIB per cápita promedio de la UE, cuando se incorporen Rumania y Bulgaria tendremos que, en la Europa de los Veintisiete, no llegará al promedio mencionado el 36% de la ciudadanía. Por lo tanto, se habrá producido un crecimiento espectacular de la desigualdad regional.
Las nuevas ampliaciones de la UE no contemplan un aumento significativo del presupuesto comunitario, ni la armonización fiscal, ni la armonización de la protección social, ni ayudas realmente cohesionadoras. Por tales motivos, la reciente incorporación de diez países a la UE hará competir a trabajadores europeos del este contra trabajadores europeos del oeste, puesto que, en 2004, hemos incorporado 75 millones de personas que cobran cinco veces menos que sus conciudadanos occidentales y viven en países con impuestos para las empresas más bajos. Esta realidad presiona para alargar nuestras jornadas laborales, reducir salarios, trasladar empresas al este y rebajar a las empresas los impuestos con que financiamos la sanidad o las pensiones.
Y el golpe de gracia a las clases trabajadoras lo da la Constitución europea. Aparece en 2004, cuando la Europa de los Quince ve que la participación de los salarios en su PIB está en el 68,1%, frente al promedio del 69.2% de los años noventa. En este contexto de reducción de la participación de los salarios en la riqueza total y de incorporación de mano de obra barata y países de baja fiscalidad, sin medidas cohesionadoras, la Constitución europea reduce los derechos sociales. La nueva ley de leyes no recoge el derecho a una vivienda digna, sino a una ayuda de vivienda. Tampoco establece el derecho a las prestaciones de seguridad social, sino el derecho de acceso a tales prestaciones (¿cómo se materializa el derecho a acceder a un derecho?). También rebaja la protección laboral: en vez de obligar a los poderes públicos a proporcionar empleo reconoce la libertad de buscar empleo y el derecho a trabajar, es decir, nadie podrá prohibir que trabajemos. La Constitución sustituye la meta del pleno empleo por el objetivo de un alto nivel de empleo. En lugar de prohibir el despido por maternidad se opta por un enfoque ineficaz: el derecho a ser protegido contra tales despidos. Todo esto reduce los derechos sociales.
Así pues, debemos entender que la ampliación de la UE y la Constitución propuesta están pensadas para debilitar a la clase trabajadora y para reducir el estado del bienestar. También debemos entender que son posibles otro texto constitucional y otras condiciones de ampliación con las que todo el mundo salga ganando. Y, por último, debemos tener claro que la Constitución propuesta es antieuropea porque su recorte de los derechos sociales reducirá los niveles de bienestar y esto hará que mucha gente acabe oponiéndose a la UE.
Ramón Trujillo,
Coordinador insular de Izquierda Unida Canaria
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