Llamamiento: Digamos «No» al Tratado constitucional para construir otra Europa
Rebelión
El debate sobre Europa es importante. Para hacer frente a la deslocalización de empresas y a la especulación financiera, a la crisis ecológica y a la carrera armamentista, a la desigualdad entre géneros y a la brecha creciente entre el Norte opulento y el Sur y el Este empobrecidos, necesitamos unir esfuerzos a escala europea. Pero la Europa que hace falta no es la que consagra el Tratado constitucional adoptado por los jefes de estado y de gobierno el pasado día 18 de junio.
Este Tratado constitucional persigue, en realidad, otra cosa. Intenta blindar, en una Europa ampliada, el núcleo anti-democrático y anti-social que ha marcado el proceso de integración al menos desde Maastricht. No puede considerarse, por lo tanto, un simple Tratado más. Es un texto con pretensiones «constitucionales», concebido para durar.
Por su forma de elaboración, este Tratado no comporta ruptura alguna con los métodos tecnocráticos practicados hasta ahora por la Unión. Más allá de la propaganda, estamos lejos de haber asistido a un proceso constituyente genuinamente democrático. No se convocó a una Asamblea constituyente elegida por los pueblos europeos. La derecha conservadora dominó el funcionamiento de la Convención encargada de redactar las versiones iniciales del Proyecto. El debate fue escaso. Las enmiendas más avanzadas desde un punto de vista social y democrático fueron rechazadas. El texto aprobado, de por sí limitado, fue modificado «a la baja» por los ejecutivos estatales en las Cumbres intergubernamentales posteriores. Lo que se ha firmado en Roma, al final, no es ni más social, ni más democrático ni más europeo de lo que ya había en los Tratados anteriores.
La mayoría de la ciudadanía, aún hoy, carece de información adecuada sobre este Tratado. Tampoco se han dado garantías suficientes para un debate público y plural a la altura de lo que se pretende aprobar. Sin embargo, el gobierno español ha convocado un referéndum para comienzos del año 2005. De ratificarse, cualquier modificación sustancial del Tratado constitucional exigirá el acuerdo unánime de los 25 miembros de la Unión. Su revisión, no sólo jurídica, sino política, resultará casi imposible.
No es poco lo que está en juego. Por primera vez en la historia del constitucionalismo moderno, se consagran los pilares básicos del proyecto neoliberal. En la Parte III, sobre todo, se constitucionalizan con detalle la independencia casi absoluta del Banco Central Europeo, la obsesión por la ausencia de déficit y una serie de criterios de convergencia de claro signo monetarista. No se garantiza la defensa de los servicios públicos frente a las leyes del mercado ni una política ecologista coherente. Los objetivos sociales y ambientales quedan reducidos a simple retórica y la Carta de derechos se inserta como un adorno destinado a causar las menores molestias posibles. No se facilita la armonización fiscal o laboral. En cambio, los preceptos que han permitido las privatizaciones y las restricciones a las ayudas estatales a empresas públicas permanecen como demuestra el caso de Izar prácticamente inalterados.
Tras medio siglo de integración, los órganos más representativos conservan un papel marginal y los que de verdad deciden carecen de controles democráticos efectivos. Las nuevas competencias reconocidas al Parlamento europeo son mínimas. Los verdaderos «señores de la Constitución» continúan siendo el Consejo (europeo y de ministros), la Comisión, el Tribunal de Justicia y el Banco Central. No es de extrañar que en ese entramado oligárquico, la única innovación relevante en materia de democracia participativa el derecho de propuesta ciudadana se deje al albur de la Comisión, considerada ya la más neoliberal en la historia de la Unión.
El Tratado constitucional asegura defender la Europa de la paz, pero no consagra una alternativa real al modelo civilizatorio que hoy representan los Estados Unidos. No renuncia a la guerra como instrumento de política exterior, mantiene los lazos con la OTAN y prevé una Agencia Europea de Defensa dirigida a maximizar los beneficios en materia militar. Predica el respeto por la diversidad, pero no permite una actualización democrática del derecho a la autodeterminación de los pueblos ni otorga reconocimiento adecuado a la realidad plurinacional de Europa. Los casi veinte millones de trabajadores y trabajadoras inmigrantes que contribuyen a su prosperidad son objeto de un tratamiento básicamente discriminatorio y policial. Se intenta lo absurdo: exportar al Sur y al Este las políticas neoliberales que están en el origen del «efecto salida» de muchísimas personas, para luego negarles la libertad de circulación y los más elementales derechos de ciudadanía.
Como Proyecto destinado a regir la vida de Europa durante los próximos 30 o 50 años, este texto no puede considerarse ningún «paso adelante». Y mucho menos el «único camino posible». Negarse a rechazar un Tratado mediocre por temor a una crisis es desconocer que la crisis ya existe, y que sus responsables son los mismos que han defendido con entusiasmo los Tratados que han conducido a ella, incluido el de Niza.
Creemos que abandonar la crítica de la Europa burocrática, desigual y de las «múltiples velocidades» que recoge el Tratado constitucional al populismo xenófobo y de extrema derecha sería un acto irresponsable, de peligrosas consecuencias políticas y sociales. Por eso, defendemos la necesidad de decir «no» a este Tratado constitucional, como primer paso para la construcción de una Europa alternativa. Social, democrática, ecológica, pacífica, laica, respetuosa con la igualdad de género y con la diversidad sexual, cultural y nacional. La única Europa que, tomada en serio, podría ponerse al servicio de un internacionalismo solidario de nuevo cuño y ganarse el compromiso de los millones de mujeres y hombres que hoy la contemplan con comprensible escepticismo.
El debate sobre Europa es importante. Para hacer frente a la deslocalización de empresas y a la especulación financiera, a la crisis ecológica y a la carrera armamentista, a la desigualdad entre géneros y a la brecha creciente entre el Norte opulento y el Sur y el Este empobrecidos, necesitamos unir esfuerzos a escala europea. Pero la Europa que hace falta no es la que consagra el Tratado constitucional adoptado por los jefes de estado y de gobierno el pasado día 18 de junio.
Este Tratado constitucional persigue, en realidad, otra cosa. Intenta blindar, en una Europa ampliada, el núcleo anti-democrático y anti-social que ha marcado el proceso de integración al menos desde Maastricht. No puede considerarse, por lo tanto, un simple Tratado más. Es un texto con pretensiones «constitucionales», concebido para durar.
Por su forma de elaboración, este Tratado no comporta ruptura alguna con los métodos tecnocráticos practicados hasta ahora por la Unión. Más allá de la propaganda, estamos lejos de haber asistido a un proceso constituyente genuinamente democrático. No se convocó a una Asamblea constituyente elegida por los pueblos europeos. La derecha conservadora dominó el funcionamiento de la Convención encargada de redactar las versiones iniciales del Proyecto. El debate fue escaso. Las enmiendas más avanzadas desde un punto de vista social y democrático fueron rechazadas. El texto aprobado, de por sí limitado, fue modificado «a la baja» por los ejecutivos estatales en las Cumbres intergubernamentales posteriores. Lo que se ha firmado en Roma, al final, no es ni más social, ni más democrático ni más europeo de lo que ya había en los Tratados anteriores.
La mayoría de la ciudadanía, aún hoy, carece de información adecuada sobre este Tratado. Tampoco se han dado garantías suficientes para un debate público y plural a la altura de lo que se pretende aprobar. Sin embargo, el gobierno español ha convocado un referéndum para comienzos del año 2005. De ratificarse, cualquier modificación sustancial del Tratado constitucional exigirá el acuerdo unánime de los 25 miembros de la Unión. Su revisión, no sólo jurídica, sino política, resultará casi imposible.
No es poco lo que está en juego. Por primera vez en la historia del constitucionalismo moderno, se consagran los pilares básicos del proyecto neoliberal. En la Parte III, sobre todo, se constitucionalizan con detalle la independencia casi absoluta del Banco Central Europeo, la obsesión por la ausencia de déficit y una serie de criterios de convergencia de claro signo monetarista. No se garantiza la defensa de los servicios públicos frente a las leyes del mercado ni una política ecologista coherente. Los objetivos sociales y ambientales quedan reducidos a simple retórica y la Carta de derechos se inserta como un adorno destinado a causar las menores molestias posibles. No se facilita la armonización fiscal o laboral. En cambio, los preceptos que han permitido las privatizaciones y las restricciones a las ayudas estatales a empresas públicas permanecen como demuestra el caso de Izar prácticamente inalterados.
Tras medio siglo de integración, los órganos más representativos conservan un papel marginal y los que de verdad deciden carecen de controles democráticos efectivos. Las nuevas competencias reconocidas al Parlamento europeo son mínimas. Los verdaderos «señores de la Constitución» continúan siendo el Consejo (europeo y de ministros), la Comisión, el Tribunal de Justicia y el Banco Central. No es de extrañar que en ese entramado oligárquico, la única innovación relevante en materia de democracia participativa el derecho de propuesta ciudadana se deje al albur de la Comisión, considerada ya la más neoliberal en la historia de la Unión.
El Tratado constitucional asegura defender la Europa de la paz, pero no consagra una alternativa real al modelo civilizatorio que hoy representan los Estados Unidos. No renuncia a la guerra como instrumento de política exterior, mantiene los lazos con la OTAN y prevé una Agencia Europea de Defensa dirigida a maximizar los beneficios en materia militar. Predica el respeto por la diversidad, pero no permite una actualización democrática del derecho a la autodeterminación de los pueblos ni otorga reconocimiento adecuado a la realidad plurinacional de Europa. Los casi veinte millones de trabajadores y trabajadoras inmigrantes que contribuyen a su prosperidad son objeto de un tratamiento básicamente discriminatorio y policial. Se intenta lo absurdo: exportar al Sur y al Este las políticas neoliberales que están en el origen del «efecto salida» de muchísimas personas, para luego negarles la libertad de circulación y los más elementales derechos de ciudadanía.
Como Proyecto destinado a regir la vida de Europa durante los próximos 30 o 50 años, este texto no puede considerarse ningún «paso adelante». Y mucho menos el «único camino posible». Negarse a rechazar un Tratado mediocre por temor a una crisis es desconocer que la crisis ya existe, y que sus responsables son los mismos que han defendido con entusiasmo los Tratados que han conducido a ella, incluido el de Niza.
Creemos que abandonar la crítica de la Europa burocrática, desigual y de las «múltiples velocidades» que recoge el Tratado constitucional al populismo xenófobo y de extrema derecha sería un acto irresponsable, de peligrosas consecuencias políticas y sociales. Por eso, defendemos la necesidad de decir «no» a este Tratado constitucional, como primer paso para la construcción de una Europa alternativa. Social, democrática, ecológica, pacífica, laica, respetuosa con la igualdad de género y con la diversidad sexual, cultural y nacional. La única Europa que, tomada en serio, podría ponerse al servicio de un internacionalismo solidario de nuevo cuño y ganarse el compromiso de los millones de mujeres y hombres que hoy la contemplan con comprensible escepticismo.
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